lunes, 30 de noviembre de 2015



 El pasodoble en Caracas

Swing 1


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Eleazar López Contreras

eleazarlopezc9@gmail.com
Eleazar López-Contreras
eleazarlopezc9@gmail.com

Como suele ocurrir con otras músicas, antes de ser aceptado en sociedad el pasodoble se bailaba en lugares de mala reputación, tal como se hacía en la zona roja de Puente Hierro, donde se bailaba “pegado”. Es por ello que aSwing 2l compararlo con el tango y la rumba, que ya invadían la ciudad afrancesada y española de los años veinte, Job Pim señalaba: Y he aquí de qué modo el pasodoble/ que antaño era plebeyo/ ahora es noble: señor entre labriegos/ tuerto en tierra de ciegos.
Ya durante la Primera Guerra comenzó a notarse su aceptación y popularidad cuando, en 1913, ganó el Clásico Presidente de la República un caballo llamado Paso-Doble. Para entonces, el maestro P.E. Gutiérrez, que por su popularidad podríamos decir que era el Billo de la época, llegó a escribir un total de 18 pasodobles, además de incluir por lo menos otro tanto en el programa de la retreta de los domingos. Para 1922 publicó El Nuevo Diario una carta que decía: “Varias señoritas de esta culta capital, nos dirigimos a usted con el propósito de exigirle nos haga el favor por medio de su importante diario, de exigirle al maestro don Pedro Elías Gutiérrez repita en la retreta del próximo jueves el paso doble Las Coristas”.
Pero aún el pasodoble no era de un todo respetable (al menos, ciertas letras no lo eran). Según Lucas Manzano, en el Carnaval de 1925 se pusieron de moda dos pasodobles: Lisson Lisette y otro con una letra “medio pasada”, que decía: ¡Ay Colombina, Colombina/ niña gentil y caprichosa/ si me concedes tus favores/ con tus amores te haré dichosa. Agrega el cronista: “La letra continuaba con una ‘invitacioncita’, especie de ‘movida’, como dirían ahora: “Marchemos juntos locamente/ tras la alegría y el placer/ pues dicen que la vida es corta/ y sólo importa pasarla bien”.
Además de la retreta, el pasodoble formaba parte del repertorio de los cañoneros y los conjuntos urbanos al estilo de Los Criollos y Los Antaños del Estadio. Rojo como un puñal (Francisco Pacheco) yPuñadito de sal (N. Verona) se hicieron tan populares en esos años que fueron perforados en rollos de pianola. La metafórica letra del pasodoble del puñal decía: “Rojo como un puñal ensangrentado/ como el color de la española enseña/ como la boca húmeda que sueña/ besar un corazón enamorado”. Otros que estuvieron de moda en los años veinte fueron: Oye, Margot, El pagaré y El abanico. Los pasodobles de entonces hablaban por igual de mujeres que de jugadores de pelota o de soldados como los compuestos y cantados por Lorenzo Herrera: Valenciana, El bateador y Soldadito español.
En esa época también se bailaban o cantaban: Alai cuy cuyEl romantó Las tenazas, que grabó el afamado Juan Pulido y llegó hasta España en los instrumentos de la orquesta de un aragonés apodado “El Maño” (Manuel Espinosa). El mismo era un pasodoble que el maestro Rafael Romero Osío, padre de Aldemaro, escribió por encargo para promover un jabón que, con ese nombre, competía con Las Llaves. Su popularidad llegó a ser tal que el compositor se vio obligado a ponerle otra letra, que fue parodiada por los cañoneros. De este modo, “Cómo va a ser/ cómo va a ser/ que amando tanto/ ya no tenga a quien querer”… se convirtió entonces en “Cómo va a ser/ cómo va a ser/ que en esta fiesta/ no haya nada de beber”.
Pero el escenario más natural para el pasodoble, aparte de la pista de baile, era la plaza de toros, donde el paseíllo se hacía al compás de España cañí, Gallito, Virgen de la macarena, El gato montés, Mi jacaEn er mundo, El farolero (Farolito de Madrid) o Soldadito español.
Con el auge que tuvieron los toros en los años veinte apareció un pasodoble dedicado al torero Eleazar Sananes, que por ser catire, lo llamaban “Rubito”. A su regreso de triunfar en los ruedos de Colombia, Perú y Panamá, en 1921 los alborozados caraqueños lo recibieron con un pasodoble al estilo de los que entonces se cantaban, con guitarras, cuatro y bandolas: “Cuando Rubito llegó a Caracas/ toda la prensa lo publicó/ es esa carne de canela/ ¡canela fina, de la mejor!”. Medio siglo más tarde, Alfredo Sadel le cantó a otra figura criolla del toreo, el Diamante Negro, a quien José Reina le compuso un pasodoble que luego grabaron Lorenzo Herrera, Ángel Sauce, con una gran orquesta, y Juan Arvizu. Era el ídolo emergente que le cantaba a otro, ya establecido, lo cual indujo a un exultante Aquiles Nazoa a escribir: “¡Qué combinación, señores:/ el torero y el cantante!/ ¡Descabellando las flores/ Sadel le canta al Diamante!”.      
En los años cuarenta Agustín Lara le dedicó pasodobles a Gaona, Armillita y Carlos Arruza, pero el más popular de todos fue el que le compuso a Silverio Pérez, figura azteca que los caraqueños vieron torear en persona y en una película que se presentó en el Cine Continental, en 1944. Este pasodoble, que gozó de inmensa popularidad, lo convirtió en su éxito principal la cantante Gloria Reyes en el cabaret Mario. Ya entrados los cincuenta se vio reforzada la popularidad del pasodoble por la inmigración de más de 200 mil españoles que llegaron al país en la década de los cincuenta (en 1946 apenas vinieron 300), lo cual acentuó la posterior profusión de artistas venidos de España, tales como las tres veces guapas Maribel Llorens, Sarita Montiel, Carmen Sevilla, Carmen Amaya, Lola Flores, Isabel Pantoja, La Contrahecha, La Polaca, La Chunga y La Pelúa, quienes impusieron en sus shows o en los cabarets de moda (Pasapoga, Las Fuentes, Plaza, Patio Andaluz, Alí Babá y otros): Ni se compra ni se vendeTe quiero porque te quieroQué tonteríaSi vas a Calatayud, Campanera, El relicario y el infaltable Que viva España.
En esos años de mitad de siglo vivió en la ciudad el pianista español Carmelo Larrea, quien amenizaba la nocturnidad caraqueña en el bar Piccolino, una de las primeras boites instaladas en el Este de la ciudad. Autor de Dos cruces y Camino verde, también compuso el famosísimo pasodoble No te puedo querer, que Los Churumbeles de España pusieron de moda en 1952 al lado de otros pasodobles que en ese tiempo marcaron época en Caracas: Islas CanariasTres veces guapaÁngela María y El beso. La calidad de estos pasodobles españoles era muy superior a otros que, años antes (en 1931), nos había enviado la Madre Patria, cuyos títulos lo dicen todo: Se va el tren, Paseo de gracia, Alma baturra y Mi caballo.
De todos, El relicario era el más viejo. Este pasodoble lo había traído a Caracas Raquel Meller (en 1925), cuando andaban de gira por América las tonadilleras españolas: Pastora Imperio (cupletista que en 1915 le inspiró El amor brujo a Falla), Paquita Escribano, Rosita Guerra, Tórtola Valencia (que bailaba danzas egipcias, por lo del descubrimiento de la tumba de Tutenkamen), La Fernarina, Lydia Ferreira “La Lusitana” y Carmen Flores. Esta última visitó Caracas en 1922, seguida de su enamorado, don Enrique de Borbón, a quien el “Duque de Rocanegras” (el chiflado Vito Modesto Franklin), lo retó a un duelo por el “amor” de la cantante (después de nombrar padrinos, don Enrique consideró más prudente seguir a Colombia tras su evasiva amada).
Si bien el pasodoble original se popularizó a través de la escena y la fiesta brava, tomando luego visos criollos en su instrumentación y formas, carentes de sus características cadencias flamencas, que es como apareció en los años veinte, el taurino floreció a partir de los años cuarenta de la mano de cantantes y orquestas como la Billo’s Caracas Boys, que lo hizo la pieza indispensable para iniciar las tandas de cuatro o cinco piezas en los bailes. Otras orquestas siguieron la pauta y también abrían el set (el término comenzó a usarse en 1939) con un pasodoble, con lo cual las parejas saltaban a la pista, dada su facilidad para ser bailado como una marcha, lo cual se debe a su sencillo y asimilable ritmo binario que coincide exactamente con la forma de caminar.

NO SIEMPRE TUVIERON ORQUESTAS CUBANAS.T Y BONGOIMAL.TUMBADORA


Elezar López-Contreras
eleazarlopezc9@gmail.com
No siempre tuvieron los conjuntos y las orquestas cubanas la dotación de instrumentos con los que estamos familiarizados, que ahora son tumbadora, timbal y maracas (sin bongós). La sección rítmica del Sexteto Habanero, fundado en 1920, constaba de botija, la cual se soplaba, y marímbula, que era una rústica caja de resonancia con flejes. Este sexteto reemplazó la marímbula por el contrabajo en 1923 (e introdujo la trompeta en 1927). En 1924, apareció el primer conjunto de son con piano: el Sexteto Gloria Cubana. Las orquestas eran otra cosa, pues ya la Cuban Jazz Band había sido creada en 1922, con una modesta dotación de metales y vientos. En 1926, el saxofón y la trompeta comenzaban a desplazar el sonido de flauta y violines. Así fue desapareciendo el viejo danzón, para ser sustituido por el son, que comenzó a escucharse en los centros nocturnos privados donde había “chicas, ron y champán”.
La Sonora Matancera, que fue fundada en 1924, incluía en su ritmo el timbalito o pailitas, que resultó ser un recurso auxiliar muy útil para algunos tríos, los cuales debían acercarse más a la estructura de los conjuntos para generar una música bailable que las simples voces, guitarras y maracas no podían ofrecer. Cuando el Trío Matamoros se convirtió en conjunto, usaba un mini-timpani del tamaño de un taburete, el cual era afincado en una base de tumbadora, toque de exoticismo que era reforzado por la extraña guitarra que Miguel Matamoros se había mandado a fabricar en forma de corazón. Con el tiempo desapareció el timbalito, como también habían desaparecido la botija y la marímbola; igualmente, también se fueron las claves, que el poeta y pianista Federico García Lorca definió como “gotas de madera”, y la aparatosa quijada de burro, que tuvo su debut y despedida con el efímero cha cha cha y que aún espera por un complaciente bardo que defina su sonido.
El timbal, propiamente dicho, no vendría a ser usado sino con la proliferación de las grandes bandas de los años cuarenta. Con el tiempo, a éste se le añadieron uno o dos cencerros y platillos. En términos generales, así como el platillo había sustituido el rasgueo rítmico del banjo en las orquestas de jazz, éste eventualmente reemplazó a las maracas y el güiro en la música cubana tocada con el swing neoyorquino. El score final de toda esta parafernalia rítmica es que –básicamente- ahora sólo han quedado el timbal, la tumbadora y la campana, sin el bongó.
El pequeño y sonoro instrumento era utilizado con frecuencia por los brujos o potencias abakuás (o ñáñigas) con un nombre que pareciera derivarse de bonkó-enchemiyá. Con el tiempo, el dicótomo tamborcito pasó al conjunto y, eventualmente, se alió con la ahora infaltable tumbadora que Arcaño y sus Maravillas incorporaron a su charanga en 1937, que fue el año cuando debutó su orquesta. A su vez, la tumbadora se hermanó con la campana, que es una especie de cencerro gigante con el que se marca el compás con la rígida regularidad de un metrónomo, y que también aporta complicadas figuras en calientes combinaciones rítmicas.
De sus primeros años como estrella en los primeros sextetos (el primer sexteto de son fue el Habanero), quedó la cuarteta de Zacarías Tallet que dice: Repican los palos/ suena la maraca/ zumba la botija/ se rompe el bongó. Pero hubo otros que sólo se fijaron en el ubicuo bongó… Uno de ellos fue Félix B. Caignet, autor de El derecho de nacer, que en su condición de músico y poeta se declaró bongosero empedernido y le escribió una oda, cuya crítica, hecha por algún loco, copiamos aquí. El poemita comienza así: Yo en el sexteto, toco el bongó/ Soy bongosero.
Okey–dice el loco-. Esto despeja cualquier duda. El tema está planteado. El señor no es maraquero ni conguero. Tampoco toca la quijada de burro o el timbal. El señor es percusionista especializado en el bongó. Es bongosero… y la explicación no se deja esperar: Y soy bongosero, qué se yo/ porque me nace, porque me gusta/ porque lo quiero, y si no, oigan/ oigan, caballeros/ como suena mi bongó/¡príquiti-príquiti-príquiti-prú!/¡príquiti-príquiti-príquiti-prú!
Nadie puede negar que el desaparecido autor merece un fuerte y unísono ¡príquiti-cun-cuá!, por su onomatopéyica reproducción de ese sonoro repique de bongó. Pero el tercio también merece una fanfarria doble para darle la bienvenida a la explicación que sigue, en la cual ratifica su singular apego al bongó, que naturalmente se deriva del inefable placer que él siente al tocarlo, tanto, que sería fatal si se lo quitan: ¡Ay, Dios, qué sabroso es ser bongosero!/ Si me quitan mi bongó/ ¡por mi madre que me muero!
Esto es lo que se llama una adicción percusiva (o un auténtico caso de bongomanía galopante). Pero ahora es cuando viene lo bueno, porque es el momento en que entra en escena un misterioso personaje, que no sabemos si es su yo, esotérico o espiritual, que se materializa en el solar, o si se trata de un oriental presente en el público que recibe con arrebato cada repique de su inspiración:Cuando le doy al bongó para acompañar/ el ritmo de cintura de algún son/ el pobre chino se sale/ con un chorro de emoción…
Aquí pensamos que Caignet pudo haberse fumado una lumpia gigante y que se desdobló como Jekyll y Hyde, sacando a relucir los genes de algún antepasado suyo del Imperio Celeste (o uno más cercano del propio Barrio Chino de La Habana). Si aceptamos que apenas se trata de un sujeto con ojos achinados que se le apareció de repente, en una forma un tanto enigmática, aún nos queda por develar las disímiles ocupaciones del chino en cuestión, quien, además de ser pachanguero y sentimental, parece que también es bombero, pues, ¿qué más puede significar eso de que: “el pobre chino se sale/ con un chorro de emoción”? Aún si aceptamos el asunto de la emoción y el extraño oficio, entonces nos queda por dilucidar el curioso hecho de la irregular métrica que precede su aparición, así como las metáforas cardíacas que le siguen. Si contamos los versos de la anterior y de la siguiente estrofa (que suman a once), tendremos que darle crédito a Caignet por haber inventado la décima de once versos. Pero prosigamos a ver las sorpresas cardiacas que nos depara el rítmico autor: …y más que bongó parece/ que palpita un corazón/ un corazón como el mío/ que late al ritmo del son/ cubano como el bohío/ tan cubano como el ron.
Además del chino llorón, parece que el propio bongó también es sentimental –y cambiante-, pues al repicar se convierte en corazón. Por este motivo no vacilamos en aseverar que el bongó sonaría mejor si lo tocaran con un estetoscopio. (Sobre este punto, deseamos recordarles a quienes piensen que la metafórica similitud entre un corazón y un bongó tiene validez, que no es lo mismo que una persona muera de un infarto al corazón que de un infarto al bongó).
En lo concerniente a los siguientes versos, no sabemos a ciencia cierta, si lo que busca Caignet es: 1) Mostrar su destreza como bongosero. 2) Recibir el reconocimiento que su padre nunca le dio. O 3) Mostrar las bondades del instrumento para demostrar las que tiene la música cubana (o, tal vez, que le den una propina), si bien cabe la posibilidad que buscara las tres cosas a la vez. Para determinarlo debemos estudiar la próxima terceta, dentro del contexto general del poema, la cual es parcialmente presentada dentro del más puro spanglish turístico: “Americano, hello!”/ Oye, oye, americano/ ¡cómo repica mi bongó! Aquí sólo nos queda concluir que si el bongó, además de repicar, simultáneamente palpita como un corazón, no es de extrañarse que también suene en inglés.
Y esta es la nota final de este poema con son, en la que el autor vuelve a invocar al Señor: ¡Ay, Dios, qué sabroso es ser bongosero!/ si me quitan mi bongó/ si me quitan mi bongó/¡por mi madre que me muero!
Algunos malpensados se habrán preguntado –según el loco- si, en su momento, el autor no murió porque Fidel le quitó su bongó.