Elezar López-Contreras
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No siempre tuvieron los conjuntos y las orquestas cubanas la dotación de instrumentos con los que estamos familiarizados, que ahora son tumbadora, timbal y maracas (sin bongós). La sección rítmica del Sexteto Habanero, fundado en 1920, constaba de botija, la cual se soplaba, y marímbula, que era una rústica caja de resonancia con flejes. Este sexteto reemplazó la marímbula por el contrabajo en 1923 (e introdujo la trompeta en 1927). En 1924, apareció el primer conjunto de son con piano: el Sexteto Gloria Cubana. Las orquestas eran otra cosa, pues ya la Cuban Jazz Band había sido creada en 1922, con una modesta dotación de metales y vientos. En 1926, el saxofón y la trompeta comenzaban a desplazar el sonido de flauta y violines. Así fue desapareciendo el viejo danzón, para ser sustituido por el son, que comenzó a escucharse en los centros nocturnos privados donde había “chicas, ron y champán”.
La Sonora Matancera, que fue fundada en 1924, incluía en su ritmo el timbalito o pailitas, que resultó ser un recurso auxiliar muy útil para algunos tríos, los cuales debían acercarse más a la estructura de los conjuntos para generar una música bailable que las simples voces, guitarras y maracas no podían ofrecer. Cuando el Trío Matamoros se convirtió en conjunto, usaba un mini-timpani del tamaño de un taburete, el cual era afincado en una base de tumbadora, toque de exoticismo que era reforzado por la extraña guitarra que Miguel Matamoros se había mandado a fabricar en forma de corazón. Con el tiempo desapareció el timbalito, como también habían desaparecido la botija y la marímbola; igualmente, también se fueron las claves, que el poeta y pianista Federico García Lorca definió como “gotas de madera”, y la aparatosa quijada de burro, que tuvo su debut y despedida con el efímero cha cha cha y que aún espera por un complaciente bardo que defina su sonido.
El timbal, propiamente dicho, no vendría a ser usado sino con la proliferación de las grandes bandas de los años cuarenta. Con el tiempo, a éste se le añadieron uno o dos cencerros y platillos. En términos generales, así como el platillo había sustituido el rasgueo rítmico del banjo en las orquestas de jazz, éste eventualmente reemplazó a las maracas y el güiro en la música cubana tocada con el swing neoyorquino. El score final de toda esta parafernalia rítmica es que –básicamente- ahora sólo han quedado el timbal, la tumbadora y la campana, sin el bongó.
El pequeño y sonoro instrumento era utilizado con frecuencia por los brujos o potencias abakuás (o ñáñigas) con un nombre que pareciera derivarse de bonkó-enchemiyá. Con el tiempo, el dicótomo tamborcito pasó al conjunto y, eventualmente, se alió con la ahora infaltable tumbadora que Arcaño y sus Maravillas incorporaron a su charanga en 1937, que fue el año cuando debutó su orquesta. A su vez, la tumbadora se hermanó con la campana, que es una especie de cencerro gigante con el que se marca el compás con la rígida regularidad de un metrónomo, y que también aporta complicadas figuras en calientes combinaciones rítmicas.
De sus primeros años como estrella en los primeros sextetos (el primer sexteto de son fue el Habanero), quedó la cuarteta de Zacarías Tallet que dice: Repican los palos/ suena la maraca/ zumba la botija/ se rompe el bongó. Pero hubo otros que sólo se fijaron en el ubicuo bongó… Uno de ellos fue Félix B. Caignet, autor de El derecho de nacer, que en su condición de músico y poeta se declaró bongosero empedernido y le escribió una oda, cuya crítica, hecha por algún loco, copiamos aquí. El poemita comienza así: Yo en el sexteto, toco el bongó/ Soy bongosero.
Okey–dice el loco-. Esto despeja cualquier duda. El tema está planteado. El señor no es maraquero ni conguero. Tampoco toca la quijada de burro o el timbal. El señor es percusionista especializado en el bongó. Es bongosero… y la explicación no se deja esperar: Y soy bongosero, qué se yo/ porque me nace, porque me gusta/ porque lo quiero, y si no, oigan/ oigan, caballeros/ como suena mi bongó/¡príquiti-príquiti-príquiti-prú!/¡príquiti-príquiti-príquiti-prú!
Nadie puede negar que el desaparecido autor merece un fuerte y unísono ¡príquiti-cun-cuá!, por su onomatopéyica reproducción de ese sonoro repique de bongó. Pero el tercio también merece una fanfarria doble para darle la bienvenida a la explicación que sigue, en la cual ratifica su singular apego al bongó, que naturalmente se deriva del inefable placer que él siente al tocarlo, tanto, que sería fatal si se lo quitan: ¡Ay, Dios, qué sabroso es ser bongosero!/ Si me quitan mi bongó/ ¡por mi madre que me muero!
Esto es lo que se llama una adicción percusiva (o un auténtico caso de bongomanía galopante). Pero ahora es cuando viene lo bueno, porque es el momento en que entra en escena un misterioso personaje, que no sabemos si es su yo, esotérico o espiritual, que se materializa en el solar, o si se trata de un oriental presente en el público que recibe con arrebato cada repique de su inspiración:Cuando le doy al bongó para acompañar/ el ritmo de cintura de algún son/ el pobre chino se sale/ con un chorro de emoción…
Aquí pensamos que Caignet pudo haberse fumado una lumpia gigante y que se desdobló como Jekyll y Hyde, sacando a relucir los genes de algún antepasado suyo del Imperio Celeste (o uno más cercano del propio Barrio Chino de La Habana). Si aceptamos que apenas se trata de un sujeto con ojos achinados que se le apareció de repente, en una forma un tanto enigmática, aún nos queda por develar las disímiles ocupaciones del chino en cuestión, quien, además de ser pachanguero y sentimental, parece que también es bombero, pues, ¿qué más puede significar eso de que: “el pobre chino se sale/ con un chorro de emoción”? Aún si aceptamos el asunto de la emoción y el extraño oficio, entonces nos queda por dilucidar el curioso hecho de la irregular métrica que precede su aparición, así como las metáforas cardíacas que le siguen. Si contamos los versos de la anterior y de la siguiente estrofa (que suman a once), tendremos que darle crédito a Caignet por haber inventado la décima de once versos. Pero prosigamos a ver las sorpresas cardiacas que nos depara el rítmico autor: …y más que bongó parece/ que palpita un corazón/ un corazón como el mío/ que late al ritmo del son/ cubano como el bohío/ tan cubano como el ron.
Además del chino llorón, parece que el propio bongó también es sentimental –y cambiante-, pues al repicar se convierte en corazón. Por este motivo no vacilamos en aseverar que el bongó sonaría mejor si lo tocaran con un estetoscopio. (Sobre este punto, deseamos recordarles a quienes piensen que la metafórica similitud entre un corazón y un bongó tiene validez, que no es lo mismo que una persona muera de un infarto al corazón que de un infarto al bongó).
En lo concerniente a los siguientes versos, no sabemos a ciencia cierta, si lo que busca Caignet es: 1) Mostrar su destreza como bongosero. 2) Recibir el reconocimiento que su padre nunca le dio. O 3) Mostrar las bondades del instrumento para demostrar las que tiene la música cubana (o, tal vez, que le den una propina), si bien cabe la posibilidad que buscara las tres cosas a la vez. Para determinarlo debemos estudiar la próxima terceta, dentro del contexto general del poema, la cual es parcialmente presentada dentro del más puro spanglish turístico: “Americano, hello!”/ Oye, oye, americano/ ¡cómo repica mi bongó! Aquí sólo nos queda concluir que si el bongó, además de repicar, simultáneamente palpita como un corazón, no es de extrañarse que también suene en inglés.
Y esta es la nota final de este poema con son, en la que el autor vuelve a invocar al Señor: ¡Ay, Dios, qué sabroso es ser bongosero!/ si me quitan mi bongó/ si me quitan mi bongó/¡por mi madre que me muero!
Algunos malpensados se habrán preguntado –según el loco- si, en su momento, el autor no murió porque Fidel le quitó su bongó.
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